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Discurso de ingreso en la Orden Universidad Javeriana

6 Aug

Discurso de Ingreso en la Orden Universidad Javeriana

Alfonso Flórez

5 de agosto de 2014

Ante Dios, Señor de la sabiduría y de la ciencia, deposito estas palabras, con la confianza de que en ellas se vislumbre una brizna de la Verdad eterna, que se hizo historia en el pueblo de Israel y permanece con nosotros en su santa Iglesia.

A mi querida familia, la que ya fue llamada por el Padre a su morada y la que me acompaña en este transitar terreno, le manifiesto que sin ustedes, sin su amor, su paciencia y su ejemplo, nunca habría brotado en mi ser la semilla de los valores que pueda tener, esos que son de la casa y que se beben con la leche y se comen con el pan.

De mis maestros, muchos de ellos de la Compañía de Jesús, unos presentes, otros ausentes, aprendí la responsabilidad que trae aparejado el conocer, la alegría de compartir, la necesidad también de corregir, la generosidad de espíritu, pues sin dar nadie se ha hecho sabio.

En la Pontificia Universidad Javeriana encontré un hogar cálido y amable, sin excesos, pero con profundidad, humano, muy humano, en la real extensión de la palabra, donde he podido ser yo mismo, pero cada vez más, pues ante cada meta alcanzada me ofreció siempre un nuevo reto que podía alcanzar.

Con la Facultad de Filosofía he entrelazado mi vida, dándole lo que mis superiores estimaban que le podría dar, recibiendo a cambio afectos, encuentros, enseñanzas, momentos gratos que hacen una existencia.

Treinta y cinco años en la Universidad…es media vida, o mejor, una vida, porque ¿cómo puede una vida ser media? Estudiar filosofía y estudiarla en la Universidad Javeriana son ideas que me sugirió mi primer profesor de filosofía, mi profesor desde siempre, el P. Francisco Montaño, en aquél que fue el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, cuando joven e inexperto dudaba en entregar mis energías a una burocracia técnica. Aquí me recibieron los PP. Jairo Bernal y Jaime Vélez, comprensivos y eficaces, cuya discreción personal nunca ha sido obstáculo para la conversación cercana. La recepción académica la tuve en el curso de Propedéutica con la lucidez, entusiasmo y erudición del P. Enrique Gaitán, tan llorado. Un maravilloso primer semestre, con profesores de lujo, fue el abrebocas para una sucesión de semestres con extraordinarios maestros y muchos compañeros inolvidables. Maestros que se han marchado, pero que se quedan fueron el P. Jaime Hoyos, que dividía su exuberante energía entre las cuestiones de Santo Tomás y las preguntas heideggerianas. Con su encantadora sonrisa la Profesora Carmenza Neira nos ilustraba en Platón y en Aristóteles, mientras la palabra oracular del Profesor Jaime Rubio nos hacía sentir la Antropología Filosófica en nosotros mismos. Imposible no recordar en este momento a un verdadero sabio, el P. Carlos Bravo, el sacerdote que me bautizó cuando los padres jesuitas atendían a los innumerables párvulos de la Clínica de Maternidad David Restrepo, sin que yo supiera que dos décadas después el mismo sacerdote, en su célebre curso de Antropología de la Fe, le explicaría a mi entendimiento el sentido de la acción que acababa de cumplir en mi cabeza.

Por lo demás, con su amable severidad el P. Gerardo Remolina nos introducía en las discusiones especializadas de la Filosofía de la Religión y en las abstrusas aventuras del concepto hegeliano, mientras con el Profesor Luis Eduardo Suárez aprendíamos de lógica y de San Pedro Damián, un tenaz anti-dialéctico, y con el Profesor Francisco Sierra explorábamos las revoluciones científicas. Con el Maestro Jaime García Maffla, gran poeta por derecho propio, nos embarcamos en una travesía por la altamar de la poesía bajo el cielo tormentoso de la filosofía. Dadas mis inquietudes de entonces, que aún me tienen, constituyó una gran ocasión exploratoria el curso de Cristología con el profesor recién doctorado en Roma, P. Jorge Humberto Peláez. Al haber escogido al Maestro Eckhart como tema para el trabajo de grado, me correspondió que los lectores fueran los PP. Fernando Londoño y Fabio Ramírez, con quien pocos años más tarde, ya en el programa de doctorado, estudiaría los principios del portentoso pensamiento del Aquinate.

Una vez graduado, el Profesor Manuel Domínguez me hizo una primera oferta de trabajo, que poco después se consolidó por la generosidad del P. Jaime Hoyos. Fueron aquellos tiempos intensos, donde aparte de la filosofía, aprendí, creo, a ser profesor, en muchos espacios de la Universidad, en especial en la memorable Facultad de Comunicación, dirigida por la mano amistosa y firme del P. Joaquín Sánchez. Ya bajo la Decanatura del P. Fabio Ramírez, asumí como primer Director de Carrera, mientras preparábamos con mi amigo y colega Fernando Cardona nuestro viaje a Alemania, que contó siempre con el respaldo irrestricto y sincero del P. Gerardo Arango, que tanta falta nos hace. Al regreso de mi estancia de estudios, el Vicerrector Académico de entonces, P. Jorge Humberto Peláez, aprobó el plan para que concluyéramos el doctorado, a la vez que el Profesor Manuel Domínguez me daba un segundo voto de confianza en la Dirección de Carrera. Concluido el doctorado, y en la Decanatura de quien había sido mi compañero de estudios y apoyo firme en Alemania, P. Vicente Durán, asumí la Dirección de Departamento durante dos periodos consecutivos. En estos años de gestión administrativa, y también después como Decano, encontré siempre en las instancias de alta dirección de la Universidad, en los Rectores P. Gerardo Arango, P. Gerardo Remolina y P. Joaquín Sánchez, en los Vicerrectores todos, y en la administración en general, orientación y asistencia eficaz para abordar los grandes y pequeños problemas de dirección. Debo decir en este punto que, como Decano de una Facultad Eclesiástica, los Padres Provinciales Gabriel Ignacio Rodríguez y Francisco de Roux depositaron en mí su confianza para que la Facultad obrase como casa de estudios de los jóvenes jesuitas. En la Facultad tuve la fortuna de contar con el eficiente y organizado trabajo del cuerpo administrativo de la Facultad, a cuyo frente estaba la Sra. Martha Rocha, y que contaba con las Sras. Leonor González, Concepción Gutiérrez, Martha Castro y Luz Amparo Hurtado como competentes secretarias de las distintas áreas de la Facultad. Los cambios normales en el cuerpo administrativo me han dado la ocasión de conocer a nuevas personas, en quienes encuentro una ayuda oportuna en mis labores profesorales. Ahora que rememoro todo ello, comienzo a entender que los Directores pensábamos mucho de nosotros mismos cuando, en realidad, con modestia y en silencio el equipo administrativo iba conduciendo a la Facultad de día en día. Tampoco creo que hubiera podido alcanzar alguna meta sustantiva sin el esclarecimiento y la voluntad de los Directores con los que he compartido, en especial del Profesor Fernando Cardona en la Dirección de Posgrados, que con su trabajo y entrega han contribuido en todos estos años a la buena marcha de la Facultad. De la compañía cotidiana de mis colegas profesores he aprendido a apreciar la diversidad de lo humano, que en el diario laborar filosófico se mueve entre el acero del ejercicio lógico y la luminosidad de la tarea de comprensión. Me conmueve, en particular, la abnegación de los profesores de cátedra, con tantísimas horas de clase a su haber, y tanta experiencia y aprendizajes para compartir.

Las tareas de administración me mantuvieron durante mucho tiempo en un perfil bajo de profesor, lo que no significa que no haya contado con estudiantes serios, entregados, juiciosos, responsables, que con sus preguntas, actitudes y compromisos me enseñaron siempre y me siguen enseñando más de lo que yo pueda llegarles a enseñar a ellos. Por primera vez como profesor de tiempo completo en la Decanatura del Profesor Diego Pineda, he llegado a constatar que los estudiantes más incisivos, más adelantados, aparecen allí donde las actitudes teóricas del profesor son así mismo más personales, más sinceras. Quizás esa sea la razón para que después de algunos escarceos con diversos modos de hacer filosofía, haya encontrado en mis cursos de San Agustín y de Platón, que dicto en el pregrado, en el posgrado y en los cursos libres, una reciprocidad estudiantil que ha suscitado mi pensamiento y yo siento que me ha hecho crecer en los últimos tiempos como si transitara por una nueva florescencia.

Esto me lleva de nuevo a pensar en la Universidad, que con sus tiempos largos favorece los procesos humanos, que toman décadas, como expresión de una sabiduría institucional, derivada sin duda de las enseñanzas de San Ignacio y de San Francisco Javier, sabiduría cuya aprehensión requiere así mismo de elongadas frecuencias vitales. A veces hay que obrar con rapidez, por supuesto, y no sólo en las decisiones administrativas sino también en procesos de docencia e investigación, pero esta velocidad se da contra un trasfondo de permanencia en fidelidad a los principios perennes del Evangelio. Entiendo, pues, el ofrecimiento laboral de estabilidad tan característico de la Universidad Javeriana como una oportunidad preciosa de labrar la propia vida, para comprenderla, para asumirla, para entregarla también y compartirla.

Al final, todo vuelve al comienzo, a mi querida hermana Luz Myriam y mi querido hermano Vladdo, a sus bellas hijas, Laura y Sofía, y también a mi querida Alexandra, a mis tías Felisa y Lolita, y a mi primo Diego. A mis tías que me criaron como madres, Cristina y Alicia, siempre presentes en mi corazón, que me llevan a sentir, no sé si a pensar, que cuando hay amor, la muerte no es tan importante.

Con San Agustín he aprendido que nada bueno hay en el ser humano que él primero no haya recibido. Hoy, cuando la Pontificia Universidad Javeriana, en sus Rectores P. Joaquín Sánchez, primero, y P. Jorge Humberto Peláez, después, ha juzgado que tengo algún mérito para entrar a formar parte de la comunidad de honor que conforma la Orden Universidad Javeriana, he querido compartir con todos ustedes esta convicción decisiva del Obispo de Hipona, que es la de la Santa Iglesia, y por ende la misma mía, de que lo bueno que haya en mí lo he recibido del Señor, no por milagros ni por signos extraordinarios, sino por la acción benéfica de tantas personas que han llenado mi vida, a quienes pertenece en verdad este honor que hoy recibo en su nombre.

A todas ellas, a todos ustedes, gracias, muchas gracias;
que el Señor los colme de bendiciones.