24 Oct

Luis Eduardo Suárez Fonseca

10 de mayo de 1943 – 21 de octubre de 2014

Treinta y cinco años –la mitad de su vida– corresponde al tiempo que traté a Luis Eduardo Suárez, primero como su alumno, después como su colega, por último, y de un modo más especial, como su amigo, sin que esto último desvirtuara lo primero, pues ya como amigo seguí siendo su colega y nunca dejé de ser su alumno; en una palabra, y como tantos de los aquí presentes, y como muchos más ausentes, siempre fui su discípulo.

Ante la dificultad de trazar un bosquejo de este excepcional ser humano, he de limitarme por necesidad a hacer referencia a algunas notas sueltas de su carácter y de su espíritu, con la conciencia clara de que cada uno de nosotros podría hacer aportes sustantivos a este ensayo desde su propia experiencia personal con Luis Eduardo.

Ya con esto estoy señalando uno de los rasgos más característicos de Luis Eduardo, cual fue la extrema generosidad de su ser, dispuesto siempre a prestarle su colaboración a las personas que lo rodeaban. De aquí resulta el sentimiento que cada uno tenía de ser alguien singular para él, puesto que no escamoteaba recursos de ideas, de libros, de tiempo, a veces incluso de dinero, dentro de las posibilidades escasas de un profesor con responsabilidades familiares que siempre honró. No es tanto la magnitud de la ayuda lo que cuenta sino el espíritu con que se da, espíritu de disponibilidad, de entrega, de liberalidad.

En este respecto, pienso en particular en lo más valioso que tiene el ser humano, que es el propio tiempo, que sobre la base de una férrea disciplina consigo mismo, Luis Eduardo compartió sin restricciones con todos aquellos que se le acercaban, en especial con sus alumnos, después de su adorada familia, la razón de su vida.

Este desprendimiento de sí mismo podía incluso llegar a verse como una cierta dispersión, imagen falsa para quienes lo conocimos, pues su enorme capacidad de lectura y de estudio, aunada a su preclara inteligencia, su facilidad para las lenguas, y la amplitud y precisión de sus conocimientos, hacían que Luis Eduardo fuese un profesor cabal, concreto y económico. Es cierto que en el aula de clase les planteaba a los estudiantes retos constantes para su propia formación, pero esta era su manera peculiar de hacer manifiesta la primera y mayor virtud de un verdadero maestro, la paciencia que no se impacienta de sí misma.

A partir de lo que llegó a ser como profesor, Luis Eduardo se constituyó como una persona autónoma y libre, que siempre contó con el conocimiento, sin hacer del conocimiento un ídolo; que dio lo mejor de sí a instituciones que quiso y que respetó, como la Universidad Javeriana y el Seminario Mayor, sin que ello equivaliera a un declinar las banderas de la sana crítica y de la independencia de pensamiento. Esta actitud la aplicaba primero que todo respecto de sí mismo, verdadero filósofo, buscador de la sabiduría, que nunca sucumbió al autoengaño de estar en posesión de la verdad, sino que, por el contrario, proclamó y propició siempre el estudio constante de los saberes junto con su examen infatigable, lo que de cierto modo lo hacía más afín, más cercano, a los estudiantes que a las autoridades.

Modesto en sus modos personales, ajeno a todo afán de figurar y a la aspiración de honores y de reconocimientos, Luis Eduardo llegó a ser, sin quererlo ni buscarlo, emblema y símbolo de la Facultad de Filosofía de la Universidad Javeriana. En este triste día despedimos al esposo amantísimo de su esposa María Luz; al padre bondadoso y entregado de sus hijos Mónica, Javier y Diana, y por supuesto del esposo de Dianita, Marcel; al hermano mayor, guía y faro de sus tres hermanas, Rosaura, Nubia y Esther, y de su hermano Libardo. A su familia cercana y al resto de sus familiares les expresamos nuestro profundo sentimiento de abandono y soledad por la partida de este ser humano excepcional que ha sido Luis Eduardo Suárez Fonseca. Con el mayor respeto, empero, les pedimos su anuencia para hacer nuestros sus propios sentimientos, pues hoy también despedimos a un maestro en el sentido auténtico y pleno de la palabra; hoy despedimos una época de nuestra Facultad de Filosofía, un modo de ser, una presencia, una lucidez, una sonrisa.

Luchito, nos vas a hacer una falta inmensa y te vamos a extrañar allí donde el dolor es más hondo, en la cotidiana familiaridad de tu figura lectora en el sofá o en la cama, cuando en casa, y en el día a día de nuestra Facultad, con sus largos corredores ahora vacíos y silenciosos.

Pero Luchito, a nuestro amargo llanto de pesar, se unen cálidas lágrimas de agradecimiento, por todo lo que entregaste, que fue todo, primero a tu hermosa familia, y también a tus amigos, compañeros y alumnos, que también fue todo.

El Señor misericordioso y bondadoso te acoja en su santa gloria y nos dé a nosotros la fortaleza para en tu memoria proseguir el camino que iniciaste.

Amén.

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