‘Fenomenología del otro desde su ausencia’, puede servir como título, pero la idea sobre la que quiero reflexionar es un poco más compleja y difícil de captar en un título. Refiero primero a dos textos emblemáticos, uno de Agustín, el otro de Julián Marías. No cito la totalidad de cada texto, sino pasajes pertinentes, como para dar una idea del asunto y pie para mi propia reflexión.
Agustín, tras la muerte de su amigo:
“¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto había comunicado con él se me volvía sin él cruelísimo suplicio. Buscábanle por todas partes mis ojos y no aparecía (et non dabatur). Y llegué a odiar todas las cosas, porque no le tenían ni podían decirme ya como antes, cuando venía después de una ausencia (quando absens erat): ‘He aquí que ya viene’. Me había hecho a mí mismo un gran lío (factus eram ipse mihi magna quaestio) y preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me conturbaba tanto, y no sabía qué responderme. Y si yo le decía: ‘Espera en Dios’, ella no me hacía caso, y con razón; porque más real y mejor era aquel amigo queridísimo que yo había perdido que no aquel fantasma en que se le ordenaba que esperase. Sólo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón” (Confesiones, 4.4.9; trad. Ángel Vega).
Y Julián Marías:
“La muerte de la persona que para mí radicalmente lo es –sobre todo de la persona amada, que no es sino persona– resulta ininteligible y, en cierto sentido, increíble. Cuando Gabriel Marcel dice: ‘Toi que j’aime, tu ne mourras pas’, tú a quien amo no morirás, está expresando en forma ejecutiva, convivencial, esta misma intuición. La muerte personal es enteramente ininteligible desde la biología, porque yo soy absolutamente irreductible a mi cuerpo –tan absolutamente como soy corpóreo” (Antropología metafísica, Cap. XXIX, final; p. 216 en Alianza).
Que el otro, el cercano, el amado, haya muerto, esté muerto, ¡es increíble! ¿Por qué? Sin duda, el otro sigue vivo conmigo, sigue viviendo en mí. Pero, ¿por qué? ¿Esto qué quiere decir?
Me parece que la ausencia que se da en la muerte del otro, que revela a la vez de un modo contundente también su presencia, puede pensarse mejor si en la reflexión tomamos distancia de la muerte como tal. Al hacerlo así, entendemos que el otro se me presenta en la cotidianidad como un tejido de presencias y ausencias, y que cuando muere, la ausencia ya no se ve correspondida por una presencia posible. Pero esto es algo diferente. Ya en vida, entonces, debemos asumir al otro no como sólo presencia, sino también como ausencia. Ser otro, a diferencia de ser yo mismo, significa que el ser (ens) del otro se me constituye como un entrelazamiento de ausencia (absens) y presencia (praesens). Que el otro viva es algo que nunca debe reducirse a su mera presencia, ni siquiera posible. Sólo cuando entendemos que la vida del otro está esencialmente marcada por la ausencia estamos en posición de empezar a comprender su vida como otro.
Ahora, volviendo a la cuestión de la muerte, resulta igual de claro que la muerte no puede reducirse a ausencia, toda vez que la ausencia es constitutiva de la vida del otro. De allí que entendida como mera ausencia, la muerte del otro nos resulte increíble. Esto no quiere decir que haya que negar la muerte, dura, árida, tremenda, sino que la entendemos mal si la entendemos desde la ausencia. Ausencia quiere decir la vida del otro, irreductible por eso a su muerte. Claro que toda ausencia quisiera verse compensada por la presencia, que la muerte ahora hace imposible, pero la muerte mata la presencia del otro, no mi expectativa de que la ausencia se vea compensada por su presencia. Es en este sentido que el otro sigue vivo conmigo, sigue viviendo conmigo, y que la muerte del otro, querido, amado, toma un halo de irrealidad.